jueves, 17 de enero de 2008

Reflexiones (I)

Supongo que es frecuente, cuando se sobreestima algo, desear lo mejor para el objeto de nuestro afecto hasta el punto de llegar a menospreciar nuestros propios intereses y deseos a favor del bien del anterior. Humanos son los momentos de automartirio en los que no podemos evitar sentirnos culpables de estar limitando a nuestra sucia y estúpida nimiedad la libertad de algo tan bueno que sin duda merece cosas demasiado grandes como para que quepan en nuestro minúsculo mundo negro. Se trata de las cosas que ese cierto ente merece recibir, y que nosotros no podemos ofrecer. Nos damos cuenta de que estaríamos incluso dispuestos a renunciar a la posesión de estos bienes para cederlos a algo o alguien que fuese lo que nosotros no hemos podido alcanzar, y que pudiese proporcionarles lo que les corresponde.
Y nos encerramos a mordernos nuestra minusculez, de espaldas al razonamiento de que todo tiende al equilibrio; a la luz que nos muestra lo dichosos que somos.
No siempre hace falta perder algo para comenzar a apreciarlo.

lunes, 7 de enero de 2008

Viaje imaginario

Me encogí y respiré hondo. Nunca me había sentido (físicamente) tan pequeña. Dejé que el olor a celulosa penetrara en mis pulmones, lo retuve un momento y lo volví a soltar. Sentí que aquello podría ser la escapada que tanto tiempo llevaba necesitando, el punto y final a todo, ese momento con el que tanto había soñado; hacer una locura, escaparme, dejar atrás toda mi vida muerta, la gente conocida, el aire que me ahogaba, la ciudad que me tragaba, la desesperanza, el mundo que me hacía sentir tan pequeña, estúpida e incordiosa como si fuese un bicho horrible, asqueroso y despreciable. Ahora en mi cabeza solo sonaban las letras de sus canciones indies, vibraba el traqueteo del tren que tanto tiempo llevaba esperando, brillaba la esperanza de estar emprendiendo un largo camino, de irme lejos y dejar atrás todo para nunca más volver, a un lugar donde sí perteneciera; por fin con alguien que mereciera la pena. Se me escapó una especie de mueca en las mejillas que después de tanto tiempo no sabía llegar a sonrisa. Olía a humedad y empezaba a hacer algo de frío. Me encogí un poco más. Cesó el ruido del tren, y sentí cómo mi liberador anónimo pisaba los charcos para llevarme, sin darse cuenta, hacia la que sería mi nueva vida, mi nuevo hogar.