martes, 18 de enero de 2011

Anyone's ghost.


Se encuentra el semáforo en rojo, y espera frente al paso de cebra. Madre mía, de nuevo allí. El suelo y sus pies vuelven a saludarse, corteses pero distantes, a la vez con alegría de verse de nuevo y tristeza por un rencor que ha durando demasiado y no les ha permitido verse en mucho tiempo. Como viejos conocidos que un día se hicieron mucho daño, y entre los cuales, con el paso de los años, ha nacido la tolerancia, y una especie de perdón resignado por aquello de que el tiempo todo lo cura, si bien ha pasado demasiado como para que una reconciliación real pudiera tener algún sentido ahora entre las gomas y las baldosas. Hola, qué tal, cuánto tiempo, no esperaba volver a veros por aquí, pues ya ves.
El semáforo aún no se ha abierto. Ella, esta vez ya no mira hacia arriba, sino hacia la calle que se extiende hacia su derecha. De nuevo esos bloques marrones, qué horror. Y hace tanto frío como entonces.
Se enciende la luz verde y se pone a cruzar. Toda la gente que camina a su lado son desconocidos; en eso hay escasa diferencia con el resto de las veces que había pasado por allí. Pero a los transeúntes que cruzan la calle no les cubren los ojos mechones de pelo, ni llevan barba de varias semanas. Todos caminan de prisa, y hacia delante.
Dobla la esquina y baja por la boca del metro. En esta estación otra vez, Dios santo. Y llega al andén, y mira a todos lados como con el presentimiento de que alguien ha ido hasta allí con ella, con la mirada y el cuerpo llenos de decepción, para acompañarle hasta que suba al metro. Pero no; esta vez está sola. Sola: ella y nadie más. Sin la impotencia, sin la culpa, sin la incertidumbre, sin el miedo a volver a aquella plaza y que se le rasguen las suturas. Ahora llega el metro, se sube y se marcha.
En el andén no queda ni una persona, ni una sola gota de sangre.