lunes, 4 de octubre de 2010

She's a star.


Cada vez que ella se marchaba, yo miraba mi reloj. Siete menos veinte, siete menos cuarto. Siempre unos minutos más tarde de cuando se suponía que debía hacerlo, al igual que cada tarde llegaba antes de la hora: una hora, una hora y media; a todas luces hacía birguerías para pasar allí el mayor tiempo posible. A veces yo, bromeando, la echaba, le decía que se marchara de una vez, y entonces ella me miraba con los ojos muy abiertos, con una cara de desilusión infantil que contrastaba con las siempre tan adultas excusas que me ponía para quedarse unos minutos más: que aún no había terminado, que le quedaba trabajo por hacer, y cómo no, ella no se iba hasta que no lo tuviera todo hecho, y mucho menos le iba a dejar sus quehaceres a otro.
Pero al final acababa yéndose. Eso sí, antes de hacerlo siempre esperaba un gesto cariñoso, de agradecimiento o de reconocimiento a su trabajo que rememorar una y otra vez hasta el día siguiente, mientras contaba las horas que faltaban para volver. Evidentemente esto nunca me lo dijo, pero yo lo veía en el diferente brillo de sus ojos al marcharse cada día, en función de cómo hubiera sido la despedida.
Salía de la sala e iba corriendo por el pasillo; lo sé porque la oía, y porque olía la estela que dejaban los restos que quedaban del litro de colonia que se echaba antes de entrar. Corría por el pasillo porque no podía hacerlo de otro modo, para desfogar todo el estímulo que llevaba dentro, y después, o bien proseguía con su carrera escaleras abajo o cogía el ascensor, pero no cualquiera, sino únicamente ese en el que se montaba con el pecho inflado de orgullo como si fuese un pavo real.
Caminaba rápido por el pasillo del sótano, en contra del frío viento que entraba por la puerta del fondo, y tras doblar la esquina, entraba en el vestuario. La imaginaba cambiándose: cansada pero satisfecha, colgaba cuidadosamente en la percha su uniforme blanco y volvía a disfrazarse de mundana. Después salía de allí y tomaba el pasillo hacia el ascensor, sintiendo que de nuevo pisaba la tierra con sus raídas zapatillas negras.
Sube en el ascensor, llega a la puerta principal, y era entonces cuando habían pasado los diez minutos que calculé desde que me dijo hasta mañana. Me asomaba a la ventana y la veía allí debajo, caminando hacia la parada del autobús con su mochila sobre los hombros. Pero no, ella no estaba allí ni tocaba el suelo al caminar. Ella en ese momento estaba en otro mundo; estaba en la canción que sonaba a través de sus cascos; en un lugar elevado, lejano y luminoso de guitarras eufóricas y con una voz que le decía que era una estrella, que brillaba más que nada a su alrededor, que nunca podría sentirse insegura, que se estaba obsesionando peligrosamente, incluso, pero eso ahora era lo que menos le importaba.
Llegaba el autobús y la veía subirse en el asiento de siempre, en su favorito, el de detrás del conductor. Miraba a toda la gran mole de ladrillo que es el edificio con los ojos de quien mira un palacio -su palacio- y echaba una mirada hacia donde yo estaba, aunque ella no me veía por la lejanía y por el reflejo del sol vespertino sobre el cristal.
Con los ojos se despedía hasta el día siguiente, y desde ese momento ya empezaba ya a contar las horas que faltaban para volver a entrar aquí y encontrarse conmigo, con ellos; consigo misma, al fin y al cabo.