domingo, 27 de febrero de 2011

Julia.

Noviembre de 1998.

Cuando la trajiste, estaba convencida de que traías un ángel entre tus brazos. Tan blanca, tan frágil; era como un copo de nieve de tamaño poco mayor que mi antebrazo.
- Julia... le susurré.
En ese momento, sin un grito, sin una lágrima, sin un gemido, instintivamente abrió los ojos. Gélidos, su iris era tan azul como la parte que debía ser blanca. Me miraba fijamente, con decisión y a la vez con calma. me obligó a desplazar los ojos hacia su pálido cuerpo semienvuelto en una manta.
Intenté valorar qué tenía aquella situación de sueño y qué de realidad, pero el peso de su pequeño cuerpo sobre mis brazos hacía imposible tal reflexión.
- ¿Sabes?- te dije- Hay momentos en los que creo en una cosa muy parecida a Dios.


Septiembre de 2001.

Anoche me desperté de golpe, muy agitada. Desconozco qué fue lo que me hico saltar de la cama, y de dónde vino el pálpito que me hizo sentir que debía ir al cementerio en aquel momento, pero me dejé llevar por él.
Cuando llegué allí y me encontré frente al diminuto sepulcro,comencé a excavar, como guiada por alguna voz que venía de no sé dónde, de muy dentro de mí. Una vez que tuve el ataúd en la mano, un escalofrío recorrió mi espalda: ahora, debía abrirlo.
Ante esa situación, tratando de prepararme para lo que iba a encontrar dentro, me vino a la mente un recuerdo vívido del día que la dejé allí. Mi niña, mi vida, el fruto de mis entrañas, me lo habían arrebatado sin darme una explicación, y yo sacaba lo poco que quedaba dentro de mí en forma de lágrimas, mientras veía cómo era sepultada, a los pocos meses de haber visto por primera vez el mundo. Era muy pequeña, de aspecto enfermizo, a decir verdad. Sus ojos de lactante eran fríos, y del mismo tono de azul cristalino que las venas que se transparentaban a través de su piel blanca en las sienes y los antebrazos.
Así es como pensaba encontrármela, además de fría como un témpano, igual que el día en que allí la dejé. Pero cuál fue mi sorpresa al abrir la tapa del ataúd. Lo que había dentro era ya una joven de unos 20 años; su largúisimo pelo rubio envolvía todo su cuerpo como una sábana. Su piel ya no era tan sumamente pálida como lo había sido, y sus mejillas tenían un cálido rubor. Abrió los ojos y vi que también habían cambiado. Seguían siendo azules, pero sólo por la parte de fuera, pues alrededor de la pupila había nacido una aureola castaña, como un destello cálido en aquellos ojos de turmalina.
No me lo podía creer. Mi niña no había muerto, sino que había estado creciendo, madurando, bajo tierra. Se levantó y vino hacia mí. Se me humedecieron los ojos.
- Julia...
- Madre...
Nos abrazamos, y sentí sobre mí la inesperada calidez de su cuerpo y su olor a tierra. Y vi, apretando su espalda, mis manos ya arrugadas, temblorosas.

martes, 8 de febrero de 2011

Beneath the rose.


[...] Y nunca más volvería a sentir ese frío, ese miedo, ese odio, ni a sentirme sola. Y la gente que dejara atrás seguiría con su rutina gris, sin nunca reparar en mi repentina ausencia, dado que yo allí había sido invisible.
Y si alguien, por casualidad, alguna vez me echaba en falta, le estaría bien empleado reflexionar un momento sobre cuál fue su parte de culpa: qué hizo que no debiera haber hecho, o qué pudo hacer y no hizo, para que tal vez yo siguiera allí en ese momento. Que se sintiera mal un instante por todo el tiempo que yo había vivido un infierno y nadie había querido escuchar mis gritos. Pero ya sería demasiado tarde, y yo ya no regresaría.