lunes, 5 de marzo de 2012

Preludio

Prometo que no miento  si digo que, después de tanto dilema, había decidido finalmente volver a utilizarlo, y aún hoy conservo esa intención. Lo he sacado de su rincón, desamordazado y practicado la RCP básica. Le he intentado dar de comer y de beber, le pongo canciones francesas de vez en cuando por ver si se anima. A veces lo estrujo y lo suelto alternativamente, pensando que igual así recuerda lo que tenía que hacer, pero no consigo hacerlo funcionar por sí solo. He probado incluso a pedirle perdón, pero nada.
No es que no quiera, el pobre, es que no puede. Está demasiado débil y demasiado cansado. Es como un viejo automóvil al que ya le cuesta arrancar, después de tantas averías. Algunas veces, con esfuerzo, hace un pequeño movimiento, y yo salto de alegría, pero al poco regresa a su quietud y silencio, exhausto, y me desespero. 
Hay quien dice que mejor es así, que no arranque, a que me acabe dejando tirada en medio de la carretera, y quizá lleve razón, pero había decidido darle este último intento, y me duele tanto verlo así, con lo que él ha sido.
Así que, para no perder la esperanza, me digo una y otra vez, y le digo también a él: lo que pasa es que todavía es demasiado pronto, nada más. Porque así es como en verdad lo espero: que sea ahora demasiado pronto, y no ya demasiado tarde.

domingo, 12 de febrero de 2012

Salida de emergencia.


En los centros comerciales, en los bares de copas, en las bibliotecas; en todos los sitios hoy en día hay una salida de emergencia. Y también en las cabezas de todos nosotros, en cada lugar en el que nos metemos de alguna manera no-física, en todos los caminos mentales, existe también esta puerta. Incluso en los pasajes del terror de los parques de atracciones, se ofrece a mitad del trayecto la posibilidad de salir por lo que llaman puerta de los arrepentidos.
Con ese pánico a vernos en algún momento sin fuerzas o sin ganas de seguir donde estamos, hemos colocado salidas de emergencia en absolutamente todos los lugares, y ahora que por fin hemos erradicado ese sentimiento trágico que aparece cuando te quieres rendir y no puedes escapar de tu destino, vivimos cada segundo conscientes de que podemos continuar o salir corriendo. Cada segundo cuestionando, cada segundo tomando una decisión.
Caminamos, caminamos, y en cuanto nos asalta la duda, ahí está el cartel verde tentándonos; indicándonos que, sólo con empujar la barra hacia fuera, podemos desentendernos de todo absolutamente.
Y así se nos pasan a muchos los años, de escapada en escapada, huyendo de todo, como Bonnie pero sin Clyde. Se nos construye una vida que no es más que una cadena de episodios en los que decidimos abandonar definitiva y radicalmente esto o lo otro; por miedo, por hastío o simplemente por falta de esperanza. Y llega un punto en el que, incluso, tomamos la salida de emergencia antes de que cualquiera de estos sentimientos llegue; básicamente porque nos sabemos ya la historia y decidimos que es mejor salir corriendo cuanto antes, por una cuestión de economía temporal: si tarde o temprano, todo acabará en una huida, cuanto más temprana sea esta, menos tiempo habremos perdido caminando una senda que no llevaba a ningún destino (quién sabe si porque no lo tenía, o bien porque, de entrada, no había fe en que fuéramos a querer y poder llegar hasta el final).
Pero quién dice que esa puerta sea la de los arrepentidos. Quién dice que el que abandona el sendero pretenda tirar a la basura en el mismo gesto todos los kilómetros andados.
Y quién dice que sea más valiente el que se pasa la vida esperando que quien asume ser consciente durante el resto de su vida de que nunca sabrá a dónde le llevaban todos esos cientos de corredores que ha ido abandonado a lo largo del tiempo, quien acaba habiéndolo probado todo y no habiendo conseguido nada.

sábado, 7 de enero de 2012

Verano islandés.



 Aquí en Reykjavik, tanto el día como la noche parecen no tener fin, porque duran lo que parece una eternidad (seis meses cada uno). Y desde fuera parece que aquí sea siempre invierno, pero no: hay invierno y también verano.
Lo bonito, cuando ya llevas aquí un tiempo y te has acostumbrado, es desarrollar una especie de sensibilidad a la sutileza con que se producen los cambios en el Círculo Polar. Acabas dándote cuenta de que lo delicioso es apreciar la llegada del verano, no porque el sol abrase y el calor asfixie de repente, sino porque observes que, después de tanto tiempo, la aurora boreal se desdibuja, y el termómetro ya casi nunca queda por debajo de cero.
Así es como me doy cuenta, de eternidad en eternidad, de que junio se asoma tímidamente por la rendija de la puerta, y yo le sonrío tímidamente también, bajando la mirada (porque yo, a las cosas que me gustan, soy incapaz de mirarlas a los ojos).