jueves, 22 de abril de 2010

El aprendiz


Hoy me marcho de este lugar -que ya era mi casa- mirando atrás. Me voy caminando de espaldas por este largo pasillo, como si estuvieran rebobinando la imagen del día en que llegué. Iba con prisas, llegaba tarde y hacía frío; todo lo contrario que hoy, que brilla el sol con esa alegre nostalgia con que lo hace en las tardes de primavera, y hay unas extrañas fuerzas en mi cuerpo y mi alma que tratan de impedir que camine hacia la puerta de salida.
A pesar de todo, me resisto a creer que aquélla que entró aquí una mañana gris de finales de febrero sea la misma que hoy, en contra de toda su voluntad, se marcha. No, por supuesto que no es la misma. Porque tras la mala racha inicial apareciste tú, que me has colmado de virtudes a cada minuto que hemos pasado trabajando juntos.
Por eso sé que aunque ya no vaya a verte cada día, en realidad no me he separado de ti; eso sería imposible, porque ahora tú vives y vivirás por siempre en mis adentros, en ese trocito de mí que por mucho que me corresponda estructuralmente, lleva inequívocamente grabado tu nombre y apellidos. Es algo tuyo que yo he hecho mío, o algo mío que has hecho tuyo, o simplemente algo que yo no tenía antes y que tú me has inculcado a tu imagen y semejanza: es el querer y saber hacer, consiguiendo lo que se persigue con un buen esfuerzo pero siempre sin despeinarse, teniendo siempre claro lo que se quiere, sin una duda, encontrando el placer en la autoexigencia y a la vez en la seguridad en uno mismo para llegar a hacer las cosas de una manera impecable.
De aquí en adelante, estos pasillos y espacios que yo en un principio veía enormes, fríos y vacíos podré recordarlos templados y llenos por tu sólida presencia caminado por ellos a mi lado, tu voz que nunca sentí temblar, tus ojos grandes e impávidos que se clavaban en los míos de una forma tan directa y noble que a veces hacían que me turbara la sensación de que me dejabas sin secretos; todo esto aderezado por esas buenas palabras, sonrisas y guiños tan tuyos que tampoco has tenido problema en sacar siempre en el mejor momento, haciendo que te sienta reconfortante y cómplice.
A partir de ahora te recordaré a ti, que has sido a la vez el más fuerte impulso y el más firme apoyo, y a todo lo que tenga que ver contigo, bajo un filtro de color naranja.
Hoy no voy a entristecerme, y mucho menos a llorar. No, porque tú no lo hubieras hecho, y yo ahora no soy más que un vástago tuyo. Ahora yo me he convertido en ti, y como un pequeño tú que soy, voy a salir de aquí e iré allá donde vaya con el mentón siempre alineado con la horizontal, el paso decidido y la mirada al frente.
Porque a pesar de que el olor tuyo que llevo ahora sobre mi piel y que me va haciendo a la idea de que ahora soy pedazo de ti, mañana probablemente habrá desaparecido, el resto de lo que me has transmitido durante este tiempo son cosas que para siempre voy a llevar conmigo.

miércoles, 7 de abril de 2010

Deseo vestido de blanco

A menudo asiento con la cabeza mientras mantengo la mirada fija en el suelo, porque si la levanto…
Si levanto la mirada del suelo, lo primero que me encuentro son sus zuecos, seguido de sus pantalones blancos del uniforme del hospital, que suelen dejar traslucir el color y estampado de su ropa interior. Al seguir subiendo aparecen sus brazos largos, fuertes, sin apenas pelo y con algunas venas que se marcan superficialmente, que parecen estar deseando estrecharte fuertemente contra él.
Esos brazos nacen en unos hombros anchos y redondeados, que al estar un poco rotados hacia dentro hacen intuir que debajo del pijama blanco también hay unos pectorales fuertes y potentes. Al mirarle de espaldas puedo apreciar la forma de su tronco, que deja la ropa holgada en cadera y cintura pero se ensancha hasta casi reventarla a la altura de sus hombros robustos.
Mientras me recreo en la visión de su cuerpo él se pasa la mano suavemente por la cabeza: primero por la patilla y después por sus rizos negros y cortos, en los que ya asoman algunas de esas primeras canas de los treinta y muchos, de la manera más atractiva que nunca hubiera podido imaginarme.
Me mira; me mira con esos ojos limpios color miel, tan penetrantes que hacen desear que fuesen otra cosa y no ojos … Termina de contar lo que me estaba explicando y yo no me doy cuenta de que ha callado, sino de que sus labios, pequeños pero carnosos y siempre un poco apretados, han vuelto a contactar el uno con e otro.
El corazón me late deprisa, tengo la respiración acelerada y mi vista empieza a nublarse con el esfuerzo de contenerme. Él aprecia que algo pasa y me pregunta con su voz grave -tan atractiva o más que su cuerpo- si estoy bien. Le contesto que un poco mareada, que voy a salir al baño a que me dé el aire y a refrescarme, a lo que él asiente firmemente con la cabeza.
Voy hacia el baño corriendo por el pasillo; cuando llego me miro en el espejo y veo que tengo las mejillas sonrojadas. Me lleno las manos con agua fría del grifo del lavabo y hundo la cara entre ellas durante unos segundos mientras me reprendo a mí misma por no haber hecho lo de siempre, lo que sabía que debía hacer: escucharle con atención mientras miro al suelo o a cualquier otra parte.
Oigo tras de mí unos pasos que me hacen levantar la cabeza, con toda la cara mojada. A través del espejo no se distingue que haya nadie más en el baño, pero mi intuición me dice que sí lo hay, y que de hecho, es él. Le llamo por su nombre.
En ese momento, veo a través del espejo como viene hacia mí, con paso calmado y mirándome fija, honda y ardientemente a los ojos. Me cuesta creerlo y vuelvo a llamarle, aunque esta vez más bajo, pues está más cerca.
Él se acerca a mí por detrás, me rodea la cintura con sus brazos y me susurra en el oído:
- Sssshhh… no levantes la voz.
Y sigue mirándome a los ojos a través del espejo mientras comienza a besarme el cuello y a desabrochar con una mano el primer botón de mi pijama blanco.