miércoles, 13 de julio de 2011

La sonrisa de Camille.


La primera vez que vi a Camille, sentí el impulso de escaparme corriendo, y eso fue lo que hice. En cuanto la vi entrar, tan alta, el bar, algo me dijo que era ella, y corrí a meterme detrás de una columna y ponerme a hablar con alguien como si nada pasara. Ya me habían hablado de ella alguna vez, y yo había imaginado de ella muchas cosas, así que no sé si era el pánico a encontrarme de frente con mi idealizada muchacha y quedarme paralizado o el miedo a desengañarme al tenerla delante y ver que las virtudes que yo le había atribuido no eran más que prejuicios que había hecho a partir de las cosas que me habían contado sobre ella.

Ahora, si abro y cierro los ojos muy fuerte y muy rápido, como cuando acabas de mirar al sol o a algo que refleja mucha luz, sigo viendo la sonrisa de Camille. A decir verdad, la noche que la conocí, así de primeras, no me convenció demasiado físicamente, pero a medida que iba pasando el rato charlando con ella, y especialmente a partir del primer momento en que me sonrió, todas las cosas en ella se fueron tornando, a mis ojos, cada vez más y más bellas.

Porque, aunque en un principio había huido de ella, llegó un momento en el que, inevitablemente, acabamos hablando; no recuerdo si fue porque alguien nos presentó, porque se unió a una conversación que yo estaba teniendo con alguien más o porque nos chocamos entre las estrechuras de aquel bar estrecho y abarrotado y tuvimos que pedirnos perdón. Lo que sí recuerdo es que, desde el primer momento en que comenzamos a hablar, ella desplegó una inmensa sonrisa que no se me termina de borrar de la mente, por mucho que me esfuerce en ello.

Camille tiene unos dientes alargados, como de conejo, de un blanco deslumbrante, perfectamente alineados, y enmarcados por unos labios finos, pero que se engrosan ligeramente en el centro.

Recuerdo que esa cara de franca alegría, con su gran sonrisa y sus ojos expectantes, me abrumaba mientras intentaba sacar cualquier conversación que me permitiera quedarme con ella, aunque fuera, treinta segundos más. Pero al final, después de un rato con ella, acabé inventando una excusa para marcharme a hablar con otra persona, puesto que ya sentía que en cualquier momento acabaría notando lo nervioso que estaba, o la cara de embobado con la que la estaba mirando.

Aun así, pienso que, si hubiera sabido dominar mis nervios y le hubiera pedido que saliera conmigo a bailar, ella hubiera accedido. Lo cierto es que, salvo por el hecho de que mi pecho estaba a punto de estallar, el rato que pasamos juntos fue muy agradable. Camille se me mostró como una muy buena conversadora, inteligente y simpática. Y yo supe que, definitivamente, me había enamorado de ella.

No fui lo bastante valiente como para invitarla a bailar conmigo, y ahora, cada vez que pienso en ella antes de ir a dormir, me arrepiento y apuesto a que ella hubiera estado encantada de que lo hiciera, y hubiera puesto una sonrisa aún más grande, si cabe, que la que me estuvo dedicando a lo largo de toda nuestra conversación.

Porque desde aquella noche de sábado, no hay otra cosa en la que pueda pensar, al apagar la luz de mi cuarto, que no sea su sonrisa. Intento, incluso, acompañarla de algún recuerdo más: del olor a chica que desprendía cada vez que acercaba a mí su cabeza para poder escucharme mejor entre la música y el ruido del bar, en la forma de su cara, de su nariz, en su pelo –que sé que era castaño claro y poco más-, en el color de sus ojos –que ya no recuerdo cuál era-, en el vestido que llevaba aquella noche –que sé que me pareció bonito, pero ya no me viene a la mente-, en su voz con su gracioso acento… pero nada.

Sólo soy capaz de recordar esa sonrisa que tengo grabada en la parte de atrás de los párpados, y que veo cada vez que cierro los ojos, y nada más. Y sé que el día que vuelva a verla, no huiré más, y será ella, Camille, quien vaya dando vueltas, de mi mano, al son de la música, durante toda la noche.