jueves, 15 de diciembre de 2011

Alejandra.


Hoy la he visto. 
Hoy la he visto y no me ha importado.
Llevaba un abrigo mostaza.
No la mirabas siquiera.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Diciembre de 1963.




- Es la primera vez que regreso a Cherburgo desde que me casé. Vengo de recoger a mi hija de casa de mi suegra, en Anjou. En el camino de vuelta a París, decidí hacer esta parada. Nunca pensé que volvería a encontrarte. Qué casualidad…

- Geneviève…

[…]

- Qué árbol de navidad tan bonito, ¿lo has decorado tú?

- No, ha sido mi mujer. Lo ha puesto, más que nada, por el niño.

- Claro…

- ¿Estás de luto?

- Mi madre murió el otoño pasado.


- ¿Qué nombre le has puesto [a la niña]?

- Françoise. Se parece mucho a ti. ¿Quieres verla?

Niega con la cabeza

- Creo que puedes marcharte.

- ¿Te va todo bien?

- Sí, muy bien.




Escena final de la película Les parapluies de Cherbourg, de Jacques Demy, 1964.


viernes, 11 de noviembre de 2011

Nocturno.



Mi almohada te conoce
de oídas.
Tu nombre,
húmedo de gozo o mojado en lágrimas,
murmurado y gemido,
resuena con nocturnidad entre sus plumas.

Mi almohada no conoce el olor
de tu cabello oscuro,
pero sí te conoce a ti,
por tu nombre,
y tal y como eres:
lejano,
tardío,
habitante de un lugar
a donde mis gritos no alcanzan.

jueves, 13 de octubre de 2011

Insomniac.


Una noche más, como siempre desde hace tantos años, me meto en la cama y me acurruco en mi lado izquierdo. En el derecho estás tú, desde hace ya un rato. Lo sé porque, aunque estoy, como siempre, de espaldas a ti, noto ese leve halo de energía que desprende tu presencia. Por eso y porque hace un rato te despediste. Menuda despedida: hasta mañana, desde el otro lado del pasillo. Nada de buenas noches, tampoco de que descanses, nada. Y de besos, claro, ni hablar. Hasta mañana, y allí me quedé, como un idiota junto a la puerta del salón. Tal vez te contesté hasta mañana mientras mi corazón se convertía en un charco.
Ahora me acuesto a tu lado, con cuidado para no despertarte, y lo mismo que desde hace mil y pico noches: no soy capaz de dormir. Con lo cansado que estaba. Con lo cansado que estaba de tus dimes y diretes, de tus ambigüedades, de que hoy parezca que sí y mañana que no, del olor de tu perfume inundando el pasillo, y sobre todo, de llevar años pensando que no sería capaz de aguantar esta situación ni un solo día más. Y aquí estoy otra noche, mirando la lámpara del techo por el rabillo del ojo, a través de la oscuridad de nuestra habitación, porque los ojos no se me cierran.
Te escucho respirar, pero no sé si duermes. Llevo todos estos años con la incertidumbre de si tú, al otro lado de la cama, de cara a la pared, descansas por la noche o te vuelves tan insomne como yo. Pero no soy capaz de darme la vuelta para comprobarlo, ni tampoco de preguntar, ya tan de madrugada. Para mí es más fácil imaginar que duermes, ajena a mi existencia y a mis tempestades; o bien que yo a ti también te desvelo, pero que lo llevas en silencio igual que yo, esperando que lo suponga.
Prefiero imaginar cada una de las posibilidades, o convencerme, según el día, de alguna de ellas en base tu forma de respirar o a la forma en que estás tumbada -esas pruebas inequívocas-, antes que averiguarlo por mí mismo. Porque a lo mejor no soportaría descubrir que llevo años en vela mientras tú duermes, enfrascada en tus sueños, sin reparar siquiera en que al otro lado de la cama había alguien. O tal vez, puestos a ser sinceros, si te pregunto, confiesas que tú tampoco eres capaz de dormir a mi lado, y me sugieres que me marche para siempre al cuarto de invitados, lejos de tus espiraciones pausadas y de tu cabello oscuro.
Y una noche más, en ese debate entre la incertidumbre asesina y el miedo a descubrir la verdad, al final se me desploman los párpados antes de decidir si hoy es el día de saltar al vacío y cortar el aire de la habitación con esa pregunta que cada noche se me quiere asomar a los labios: ¿duermes?.

viernes, 7 de octubre de 2011

Doña Manuela.

 Mírala, esa que va por ahí es doña Manuela; mírala, qué tiesa que va ella siempre.
Y siempre de negro, oye, que desde que murió su señora madre -bien la guarde Dios-,  siendo ella muy mocita, de otro color no ha vuelto a vestirse. Pero dice que no es el luto, que ya se le acabó hace años; dice que siempre se viste de negro porque a ella pa estar guapa no le hacen falta colores. Y mentira no es que de moza doña Manuela era la más guapa de tol pueblo, y tampoco lo es que la que tuvo retuvo, pero doña Manuela ya no tiene veinte años, ea.
Aquí en el pueblo se la llama de doña de siempre desde que me acuerdo, y respeto se le guarda mucho, y eso que nunca se llegó a casar. Soltera de toa la vida, oye, pero solterona nunca, que doña Manuela es doña Manuela y se la quiere mucho por aquí, que es mujer digna y respetable como ninguna, y educada también, y comadrona de tos los partos nuestros y de nuestras madres sin faltar ni uno.
Dice alguna gente que doña Manuela no se casó porque un novio que tenía la dejó plantá en el altar, y que desde entonces ninguna cosa quiere saber de los hombres. Otros dicen que es porque quiso siempre guardarse pa uno de otro pueblo -de ese que se ve por allí detrás en el monte-, uno que se llamaba Crispín pero que no vive ya el hombre. Por lo visto sacaba siempre a la Manuela a bailar en fiestas, y se conoce que ella se enamoriscó de él, pero debió ser que al Crispín mucho no le interesaba, o que se le hacía mucho tener que bajar del monte en bicicleta como pa ennoviarse con una de aquí, que se acabó casando con una de su pueblo. Más fea que picio la pobre -mira con lo guapa que es doña Manuela, y lo lozana que tenía que estar en aquellos tiempos-, pero pace ser que el padre de la muchacha tenía algunas tierras, y que ella tampoco era mala mujer en verdad. Y ahí se quedó la pobre Manuela esperando.
Igualmente, esto son cosas que se dicen por el pueblo, pero hay quien se lo ha preguntao a ella y dice que mentira todo, que ella respeta mucho a los hombres pero que pa guisarse la comida y pa bordarse las combinaciones no necesita ella de ninguno, y pa el resto de las cosas bien sabe Dios que tampoco, que es ella mujer muy decente, y de hijos bastante tié con sacar al mundo a los de los demás. Que pa tener que dar de comer a uno que se pasa el día entre el campo y el bar, y que luego que estalle otra vez la guerra y tenga que quedarse ella sola en casa penando, pa eso no le vale la pena, y se queda soltera y a mucha honra, que ella es mujer muy temerosa de Dios y sabe que con ayuda de él, de nada le va a faltar.
Vamos, que no le da vergüenza ninguna no estar cuidando familia ni vistiendo santos, na más que la veas cómo va de tiesa y cómo la saludan tos los vecinos al pasar, meneando la cesta de las verduras camino de su casa, que está allí al final de esta calle, ya casi llegando a la plaza.


lunes, 5 de septiembre de 2011

El muro.

Por mucha hambre que tenga, no puedo
extender más hacia ti mis brazos
para que me alimentes.
No puedo hacerlo,
no;
hincar mis uñas
a través de este muro de carne pálida y
blanda.
No;
ver brotar la sangre bajo
esa mirada inocente que
sólo espera que le devuelva otra
igual de inmaculada,
sin saber cómo estoy:
famélica.

Y así mi delgadez se haga infinita
por y para
la candidez de este muro,
que me niego a ultrajar a cambio
de unas migajas de pan
que serán,
seguramente, lo que me espere
al otro lado.
Y no otro cuerpo
escuálido
con las manos tendidas,
buscando sustento
en mi reborde costal
a través de un tabique
moralmente infranqueable (o
inmoralmente
franqueable).

miércoles, 13 de julio de 2011

La sonrisa de Camille.


La primera vez que vi a Camille, sentí el impulso de escaparme corriendo, y eso fue lo que hice. En cuanto la vi entrar, tan alta, el bar, algo me dijo que era ella, y corrí a meterme detrás de una columna y ponerme a hablar con alguien como si nada pasara. Ya me habían hablado de ella alguna vez, y yo había imaginado de ella muchas cosas, así que no sé si era el pánico a encontrarme de frente con mi idealizada muchacha y quedarme paralizado o el miedo a desengañarme al tenerla delante y ver que las virtudes que yo le había atribuido no eran más que prejuicios que había hecho a partir de las cosas que me habían contado sobre ella.

Ahora, si abro y cierro los ojos muy fuerte y muy rápido, como cuando acabas de mirar al sol o a algo que refleja mucha luz, sigo viendo la sonrisa de Camille. A decir verdad, la noche que la conocí, así de primeras, no me convenció demasiado físicamente, pero a medida que iba pasando el rato charlando con ella, y especialmente a partir del primer momento en que me sonrió, todas las cosas en ella se fueron tornando, a mis ojos, cada vez más y más bellas.

Porque, aunque en un principio había huido de ella, llegó un momento en el que, inevitablemente, acabamos hablando; no recuerdo si fue porque alguien nos presentó, porque se unió a una conversación que yo estaba teniendo con alguien más o porque nos chocamos entre las estrechuras de aquel bar estrecho y abarrotado y tuvimos que pedirnos perdón. Lo que sí recuerdo es que, desde el primer momento en que comenzamos a hablar, ella desplegó una inmensa sonrisa que no se me termina de borrar de la mente, por mucho que me esfuerce en ello.

Camille tiene unos dientes alargados, como de conejo, de un blanco deslumbrante, perfectamente alineados, y enmarcados por unos labios finos, pero que se engrosan ligeramente en el centro.

Recuerdo que esa cara de franca alegría, con su gran sonrisa y sus ojos expectantes, me abrumaba mientras intentaba sacar cualquier conversación que me permitiera quedarme con ella, aunque fuera, treinta segundos más. Pero al final, después de un rato con ella, acabé inventando una excusa para marcharme a hablar con otra persona, puesto que ya sentía que en cualquier momento acabaría notando lo nervioso que estaba, o la cara de embobado con la que la estaba mirando.

Aun así, pienso que, si hubiera sabido dominar mis nervios y le hubiera pedido que saliera conmigo a bailar, ella hubiera accedido. Lo cierto es que, salvo por el hecho de que mi pecho estaba a punto de estallar, el rato que pasamos juntos fue muy agradable. Camille se me mostró como una muy buena conversadora, inteligente y simpática. Y yo supe que, definitivamente, me había enamorado de ella.

No fui lo bastante valiente como para invitarla a bailar conmigo, y ahora, cada vez que pienso en ella antes de ir a dormir, me arrepiento y apuesto a que ella hubiera estado encantada de que lo hiciera, y hubiera puesto una sonrisa aún más grande, si cabe, que la que me estuvo dedicando a lo largo de toda nuestra conversación.

Porque desde aquella noche de sábado, no hay otra cosa en la que pueda pensar, al apagar la luz de mi cuarto, que no sea su sonrisa. Intento, incluso, acompañarla de algún recuerdo más: del olor a chica que desprendía cada vez que acercaba a mí su cabeza para poder escucharme mejor entre la música y el ruido del bar, en la forma de su cara, de su nariz, en su pelo –que sé que era castaño claro y poco más-, en el color de sus ojos –que ya no recuerdo cuál era-, en el vestido que llevaba aquella noche –que sé que me pareció bonito, pero ya no me viene a la mente-, en su voz con su gracioso acento… pero nada.

Sólo soy capaz de recordar esa sonrisa que tengo grabada en la parte de atrás de los párpados, y que veo cada vez que cierro los ojos, y nada más. Y sé que el día que vuelva a verla, no huiré más, y será ella, Camille, quien vaya dando vueltas, de mi mano, al son de la música, durante toda la noche.

lunes, 28 de marzo de 2011

Elle est partie un jour.

El tipo de silencio que había en el apartamento se lo decía, y el paso de los días se lo confirmaba: ella, esta vez, se había marchado para no volver.
Alexander y Margaret compartían apartamento desde hacía varios años. No es que fuera un secreto, pero tampoco lo sabía demasiada gente, eran más bien discretos a este respecto. De puertas para afuera, eran compañeros de piso, y punto. Y al fin y al cabo, esa era la verdad, aunque sólo fuese el 90% de la verdad. El otro 10% era algo más complicado de denominar.
A veces compartían cuarto, a veces utilizaban cuartos separados. A veces hacían el amor, a veces veían películas cogidos de la mano, a veces simplemente se reían juntos. A veces no cruzaban -durante días semanas, meses- más que los buenos días y las buenas noches al encontrarse y al despedirse. Así, sin más. Nada estaba escrito, nada tenía un motivo; simplemente era un tipo de relación que había surgido con el paso de los años.
Por supuesto, ambos tenían sus relaciones -más serias, menos serias- fuera de allí, pero eso qué importaba. Cualquiera que fuera, no tenía nada que ver con lo que pasara dentro del apartamento. Ninguna relación que pudieran entablar con otras personas podría ser parecida a eso (que por difuso y discontinuo no sé cómo denominar) que había entre ellos dos, con lo cual no era posible equipararlas, ni compararlas, ni pensar en que las unas pudieran afectar en absoluto a las otras. Sin embargo, sí que había entre ellos un acuerdo taciturno de distender las relaciones con terceros en las épocas en las que la suya se estrechaba; claro que esto tampoco era exactamente obligatorio.
Otra de las características de la vida en el apartamento de Alexander y Margaret es que también, en ocasiones, alguno de ellos se largaba de allí; a veces, incluso, lo hacían los dos. Así, sin motivo aparente, ya fuera en mitad de un momento intenso de la relación o en aquéllos en los que apenas se veían. A veces, simplemente, ya fuera el uno o el otro, cogían la puerta y se marchaban durante un tiempo indefinido, improvisado, tras el cual regresaban como si nada hubiera pasado. Y el otro, por supuesto, no hacía preguntas. No tenía sentido hacer preguntas, sobre todo si hasta entonces, desde hacía tanto tiempo, nunca las habían hecho [...].
Pero ahora Margaret se había marchado hacía días, y algo dentro de Alexander le decía que esta vez no regresaría. No sabía por qué, pero lo sabía. A su compañera de piso, no la volvería a ver.
Entonces pensó que por qué ella habría de volver, si él nunca le había pedido que se quedara. Si nunca le había dado demasiada importancia al hecho de que ella no estuviera era porque contaba con la certeza de que tarde o temprano volvería, pero nunca se había planteado qué pasaría si un día no fuera así.
Ahora ella había ganado. En lo personal habían perdido los dos, como estaba escrito desde un principio, pero en lo estratégico había ganado ella, por el simple hecho de haber sido la primera en marcharse de allí. Porque el final de aquella historia, desde luego, no iba a ser una boda, ni una feliz y llana relación de compañeros de piso, ni una fulgurante amistad, como todo presumía dependiendo del momento. El final de todo iba a ser que, tarde o temprano, alguno de los dos cogiera la puerta, silencioso, sonriente y tranquilo, como siempre, pero por última vez. Y le había tocado a Margaret.

jueves, 24 de marzo de 2011

Spring.


Por alguna razón,
cada X primaveras,
los almendros me florecen
azules.