sábado, 17 de mayo de 2014

Del Botellero (o Erizo) de Duchamp a la Brillo Box de Warhol: una comparación en 600 palabras.


Entre el Botellero de Duchamp y la Brillo box de Andy Warhol hay cincuenta años de diferencia (1914-1964), pero ambas entroncan en la idea del ready-made. Si bien Marcel Duchamp inauguró dicha idea, ésta tuvo una gran repercusión tanto en la teoría como en la práctica artística posterior, y en las Brillo boxes de Warhol encontramos un buen ejemplo. ¿Qué tienen, pues, estas dos obras en común, y qué las diferencia? ¿En qué medida la Brillo box es una continuación de la estética duchampiana, y a la vez, una vuelta de tuerca a los mismos principios del ready-made?
La similitud más evidente entre ambas obras es el hecho de que no parecen, a priori, ser lo que tradicionalmente se habría considerado un objeto artístico: son útiles de la vida cotidiana presentados como arte debido, fundamentalmente, al contexto en el que se exponen. Sin embargo, el Botellero es un objeto de la vida cotidiana (en realidad es un botellero comprado, un ready-made por definición), mientras que la Brillo box simula serlo, ya que se trata de cajas de madera pintadas que imitan a las de cartón en las que se comercializaban los jabones Brillo. Se trata, pues, de dos estrategias para relacionar el objeto cotidiano con el objeto artístico, pero mediante procesos  que van en sentido opuesto el uno respecto al otro: mientras que Duchamp eleva a la categoría de arte un objeto banal, Warhol recurre a la técnica artística para imitar un objeto banal.
Otra de las diferencias que encuentro entre ambas obras es la relación que en cada una de ellas se da entre su realidad material y aquello que representan. No es baladí que el Botellero de Duchamp tenga también el título de Erizo, puesto que hace saber que se trata de ver el objeto cotidiano de otra manera, con otros ojos, con los que quizá podamos encontrar en él evocaciones de otras cosas (una idea muy propia de la vanguardia). En otras palabras, el significante Botellero (me refiero en este caso como objeto, no como palabra) puede tener una multiplicidad de significados, que nacen de lo que sugieran al espectador las cualidades visuales o táctiles del objeto. En este sentido, el Botellero sería una obra figurativa, puesto que trata de remitir a una realidad otra; a un erizo, propone Duchamp.
Por otro lado, la Brillo box es una obra creada a mano (puesto que, a pesar de su aspecto industrial, fueron realizadas y serigrafiadas manualmente una a una) que imita un objeto de la vida cotidiana. De nuevo nos encontramos ante la vieja cuestión de la mímesis, aunque con una nueva vuelta de tuerca estética muy de los años 60: la creación artística imita a la realidad, pero no a la naturaleza como creación divina, sino a otra creación humana, como en este caso son los envases de un producto de consumo. Aquí también el título de la obra se corresponde con aquello que representa y no con lo que es en realidad, puesto que la Brillo box, como hemos dicho, no es en realidad una caja de jabón Brillo.
Así como en el 14, en el contexto de las vanguardias, se propone una elevación del objeto cotidiano a la categoría artística, en el 64, Warhol se inclina por un acercamiento del arte al mundo de lo cotidiano. Esto se manifiesta, como hemos visto, tanto en el proceso de creación de la obra como en la relación significante-significado que en cada una de ellas se establece.



 

lunes, 14 de abril de 2014

Historiadores de algunas artes.



Vengo observando últimamente que muchos historiadores del arte entienden que lo que ocupa a su disciplina son, únicamente, las artes visuales, dejando sistemáticamente fuera a dos grandes que son la literatura y la música. No entiendo esa distinción (es decir, exclusión), y menos en el siglo XXI, en el que ya tenemos perfectamente asumidas en nuestro campo de estudio incluso técnicas tan problemáticas como lo han sido la fotografía y el cine. No puedo más que intuir lejanamente unas razones perversas, que ni siquiera soy capaz de describir con claridad. Sólo puedo decir que algo huele mal en que estos eruditos de la visualidad, a los que tanto les gusta mirar y hablar, eviten precisamente aquello que tiene que ver con leer y con escuchar.
Señores historiadores del arte, no dejen la literatura a los filólogos, que ponen los libros sobre una mesa de disección. No dejen la música a los intérpretes, que la tañen, la percuten y la soplan. Nadie como nosotros, humanistas con sentido histórico, para estudiar y apreciar estas dos grandísimas artes en su globalidad, en su relación con otras, en su contexto de producción y de recepción; para conocerlas en su funcionamiento técnico pero además apreciarlas desde la sensibilidad estética que nos caracteriza y nos distingue de otras humanidades.
Señores historiadores del arte, no pongan puertas al campo (y menos unas tan feas). Señores historiadores del arte, no sean tan ciegos (o mejor dicho: tan sordos, tan analfabetos) de dejar al mejor burro sin manta. Háganse ustedes mismos el favor, si es verdad que tanto la aman, de no decapitar de esa forma a su propia disciplina, porque la literatura y la música no sólo es que formen parte de eso a lo que ustedes llaman arte, sino que son, ni más ni menos, que su cabeza misma.