domingo, 24 de febrero de 2008

Historia de amor entre las baldosas y sus zapatillas (o Ciudad del Recuerdo)

Sus zapatillas conocían tan bien aquella ciudad que ya prácticamente caminaban solas por las calles arriba y abajo, hablándole a las baldosas de cómo había ido la vida provinciana desde que dejara la de estudiante. Dulces años estudiantiles aquellos en los que el roce diario hizo que se enamoraran de ellas, como sus ojos de las calles y de las torres de la catedral que arañaban el cielo fresco y despejado en época de exámenes. Ahora sólo les quedaba verse en fechas señaladas, y recordar los buenos momentos entre el murmullo de sus pasos.

domingo, 17 de febrero de 2008

Tres memorias jóvenes

Queridos Richard y Noel:
La nostalgia del verano pasado me lleva a escribiros. Cada vez que me acuerdo de los días que pasé allí, y sobre todo de vosotros, me reafirmo en la idea de que nunca en mi vida lo he pasado tan bien en tan poco tiempo. Quería que lo supieseis, tíos, ojala pudiese pagároslo de alguna forma.
Era el puto verano más caluroso que se recuerda en Inglaterra en muchos años, y sin embargo vosotros os empeñasteis en que nos cruzáramos toda la ciudad andando, desde la estación donde habíais venido a recogerme, que estaba bien a las afueras. Todo aquello fue tremendo. Yo, cual vagabunda, sólo llevaba encima una mochila con lo básico; era parte del plan. De modo que así fuimos calle abajo, bajo un inusitado sol de justicia sobre nuestras cabezas y vuestras gafas de sol, hablando y riendo tan rápido y fuerte que mucha gente incluso se nos quedaba mirando al pasar.
Cuando menos me lo esperaba, llegamos a Madeira Drive. Supongo que os esperabais mi cara cuando divisé el mar a lo lejos; nos faltó tiempo para correr hacia la playa entre amistosos insultos y empujones. Serían las ocho de la tarde, pero el calor aún apretaba. Nos quedamos allí los tres durante un buen rato de canciones y risas que pronto aderezamos con la botella que nunca os falta encima y algo de fumar.
Ya más entrada la noche, compramos unos fish and chips en un puesto cercano a la playa y nos dispusimos a comenzar la mejor parte de todas. Me llevasteis a un garito en el que os conocía todo el mundo, me presentasteis a gente que ya ni siquiera recuerdo; cuatro niñatos hacían rugir sus guitarras desde un escenario cochambroso sin dejar de mirar las puntas de sus zapatillas. A partir de ahí poco recuerdo salvo la sensación general de la pedazo de noche que nos pegamos. El humo y el volumen de la música creaban una atmósfera muy confusa, a la que también colaboraban las cervezas a dos libras y lo que me quisierais echar en ella, cabrones, que no quisisteis decirme qué era y ni siquiera aún he podido averiguarlo.
Debía quedar muy poco para que amaneciera cuando el cuerpo dejó de aguantarnos, y nos dimos cuenta de que no teníamos dónde dormir. Las farolas se apagaron ante nuestros ojos desorbitados mientras caminábamos por las calles desiertas sosteniéndonos los unos en los otros para no caernos de bruces o quedarnos dormidos de pie. Pese a nuestro pésimo estado y a cómo nos pitaban los oídos, la conversación entre bromas seguía igual que por la tarde solo que con una temática algo más difusa. Finalmente decidimos quedarnos en la playa a dormir, los tres acurrucados en la arena como perros. El fresco viento marino era una gloria después del día y la noche de calor que habíamos pasado, y en seguida nos quedamos dormidos.
Cuando abrí los ojos por la mañana, ya había gente tomando el sol en las clásicas hamacas de por allí. Richard seguía profundamente dormido enroscado en mí como si fuese su oso de peluche, y Noel trataba de beber agua del mar para aliviar el resacón. Cómo me pude reír de vosotros, por mucho que sintiese que me iban a estallar las meninges de un momento a otro.
Bajo el sol de casi mediodía caminamos hacia la estación, con más pinta de almas en pena que de cualquier otra cosa; con menos conversación pero una sonrisa similar a la del día anterior. Mi avión salía de Londres a las cuatro, así que tampoco podía perder el tiempo.
Me rechinan los dientes cada vez que recuerdo todas estas cosas; por una parte me da rabia pensar que no podrá repetirse exactamente igual nunca más, y por otra me alegro de que fuese tan único. Sólo espero que alguna vez, y lo antes posible, hagamos una segunda versión parecida o incluso mejor si cabe de aquél fin de semana. Que todos los lugares más sucios del sur de Inglaterra vuelvan a caer a nuestros seis pies, al menos durante las horas en que éstos consigan sostenernos.