lunes, 10 de mayo de 2010

Angel.

Montamos en tu coche, programaste el GPS, y en vez de ir hacia mi casa, tú me llevaste al mar. Después de varias horas en el coche, juntos tú y yo y la música de piano que nos acompañaba, llegamos a la playa.
Allí estábamos los dos, y allí te quedaste conmigo para siempre, aunque yo al instante ya te hubiera perdido de vista. Porque entonces los comprendí todo. En realidad tú eras el mar, y tu cuerpo era sólo una representación de él; un trozo de carne capaz de atraer a mi carne para así, llegado el momento, poder llevar mi alma hacia la tuya, que estaba allí ahora ante mis ojos, extendiéndose inmensa y taciturna, golpeando en la arena y las rocas.
Así que caminé hacia ti sin vacilaciones; me sumergí, me entregué a tus aguas tal y como me querías: blanca, pura, nueva, como lo había sido tiempo atrás.
Y allí me envolviste por completo con caricias, frescas pero sólidas, me acunaste y me arrullaste en tus vaivenes; tu voz submarina susurraba a través de mi garganta, que ya, por fin, había dejado de esperarte.